La Luna llena relucía en el cielo
nocturno sobre aquella calle de las afueras. Las farolas ya
envejecidas sufrían de ciertos cortocircuitos y proyectaban
intermitentes sombras que a más de uno le hubiesen amedrentado de
acercarse por ahí. Pero para Nieva no era una opción. Llevaba
viviendo allí dieciocho años y tenía asumido que no se iría hasta
dentro de mucho tiempo. El viento comenzó a soplar, colándose entre
los resquicios de su ropa y haciéndole sentir un escalofrío. Su
pelo de color azabache se revolvía ferozmente ante aquel imprevisto y con las inquietantes luces alumbrando su camino vio recortado al
final de la calle su destartalado hogar.
Se alzaba justo al final de la calle,
un viejo caserón de hacía varias generaciones, levantado por un
antepasado suyo cuando emigró a Estados Unidos. Miró extrañado a
las ventanas de su casa, pero no consiguió distinguir ninguna luz en
su interior. A aquellas horas debía ser el único punto de luz
estable de la zona. Continuó andando hasta llegar a unos diez metros
de la puerta, cuando de repente todas las luces se apagaron al mismo
tiempo y justo después un espeluznante grito surgió de la
oscuridad que se había apoderado de aquel lugar. Con el corazón
desbocado corrió hasta su casa, pero para cuando consiguió aferrar
el pomo de la puerta algo tiró de él y le arrojó con una fuerza
sobrehumana. Cayó varios metros más allá y no sin dificultad
consiguió levantar la cabeza para ver a su agresor. Un miedo
irracional se apoderó de él, aquello no podía ser verdad. Había
algo rodeándolo, una especie de sombra, con dos enormes ojos rojos
que brillaban como ascuas surgidas del mismísimo infierno y que se
aproximaba lentamente. Antes de perder el conocimiento, volvió a oír
aquel estremecedor grito que le heló la sangre y la imagen de
aquellos ojos rojos se quedó grabada en su mente mientras todo se
desvanecía a su alrededor.
Lo primero que sintió fue frío,
mucho frío. Abrió los ojos e intentó incorporarse pero todo le dio
vueltas y cayó rápidamente al suelo. Tenía un dolor de cabeza
horroroso y no pudo centrarse hasta pasados unos minutos. Volvió a
intentarlo y esta vez con siguió sostenerse en pie, pero un
escalofrío recorrió su espina dorsal al mirar a su alrededor. Se
encontraba en medio de un bosque, sin ningún tipo de referencia de la
calle en la que se encontraba o su casa. Avanzó un par de pasos cuando se dio cuenta que
todo tenía un extraño tono violeta, como si una enorme foco
estuviese apuntando directamente hacia él, cuando miró extrañado
al cielo todo a su alrededor pareció detenerse por un instante. Dos
enormes Lunas, una azul y la otra roja, se alzaban sobre el
firmamento fusionando sus luces y dándole al mundo un aspecto mágico
e inquietante. Miró a su alrededor y se percató de que no reconocía
nada de lo que le rodeaba. Los árboles eran de una extraña corteza
de color azabache, con hojas plateadas que reflejaban la luz de las
Lunas y adquirían aquella tonalidad que reinaba en todas partes.
Guiado como por un hechizo avanzó hacia la espesura y siguió
caminando hasta que el frío y el hambre hicieron que cayese al suelo
cuan largo era y la suave hierba, también plateada, le envolvió
antes de volver a perder el conocimiento.