lunes, 31 de enero de 2011

Cuentos para no dormir

Erase una vez, una pareja, un hombre y una mujer que habían vivido toda su vida en un gran y lujoso palacio. Todo lo que les rodeaba era exuberante, moderno y abundante y por supuesto se tenían el uno al otro. Para ellos no existía otra forma de vida y acorde con la buena educación que habían recibido, todo aquello era su felicidad. Cualquier pequeño esfuerzo se veía recompensado de inmediato, y la sensación de vivir en un mundo perfecto les llenaba a cada hora que pasaban en su palacio.

Tan solo había un día que aquella maravillosa plenitud se rompía: un domingo de cada mes tenían que salir del palacio para abastecer sus despensas con comida, ropa, medicinas y demás víveres, y también para adquirir todos los antojos que pudieran permitirse aquel día, que solían ser muchos, para seguir viviendo en aquella ostentosidad, en aquella felicidad. Y es que ese día, y tan solo ese día recordaban que aquel fantástico palacio en donde vivían no se mantenía solo, que todas las cosas que poseían no crecían del suelo, si no que otras ocho personas, escondidas tras el telón de su magnífica obra, trabajan día y noche, sin tregua ni descanso, en las condiciones más míseras y precarias para hacer funcionar la carroza de la pareja. Estos siervos vivían a las afueras del palacio, en pequeñas casas y no tenían ni conocían la mayoría de las cosas que poseían sus señores, porque todo el tiempo que tenían lo dedicaban en trabajar para ellos, para ofrecerles todo lo que pedían. Ellos lo sabían, y por eso les disgustaba la idea de salir de su burbuja, porque no soportaban la desolación que existía fuera. A pesar de ello lo superaban, porque luego tenían otros veintinueve días para olvidarse de ellos con sus distracciones.

Uno de estos domingos, habiendo la mujer terminado ya sus compras, se disponía a entrar en el palacio, cuando una voz a su espalda la detuvo:

-Papá, ¿por qué no les pedimos más dinero para poder curar a mamá? -sonó la dolorida voz de un niño.

-Hijo, no nos lo darían, porque entonces ellos no podrían comprar todo lo que necesitan.

-Pero papá, ellos no necesitan los diamantes ni las ropas de seda para vivir. Si nos ayudaran, ellos serían menos ricos, pero mama sobreviviría.

La mujer se quedo atónica al escuchar esa palabra: sobrevivir. Jamás la había escuchado, pero intuyó el significado. Ella y el hombre vivían; los siervos que trabajan para ellos se limitaban a sobrevivir, a intentar no morir. ¿Estáis esperando el final de esta historia? Pues lo siento, pero ese final no existe. Porque esta historia la estamos escribiendo toda la humanidad a día de hoy. ¿Triste? Que la riqueza del veinte por cierto de la población mundial resida en la pobreza del ochenta por cierto restante es triste. Que 4.800.000.000 personas vean la vida con la perspectiva del niño, que no tengan tiempo para vivir porque lo emplean en sobrevivir es triste. Pero más triste es que tu y yo podríamos ser esa pareja tiránica que vivían al margen de la realidad, porque tú y yo vivimos como reyes en comparación con esos cuatro millones de personas. Pero lo más triste doloroso y amargo es que, al menos esa pareja se paraba a pensar en esas personas un domingo al mes. ¿Cuántas veces lo hacemos tú y yo?



Cris

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